Comentario
El "Rollo del Libro de Josué", de la Biblioteca Vaticana, también está vinculado, al igual que los pintores de los manuscritos precedentes, a la tradición clásica y es incluso más sensible a la gracia delicada del dibujo antiguo. Parece ligeramente anterior a los manuscritos mencionados, en los que influye en cuanto al tratamiento de los árboles y plantas y la ilusión del espacio y remite al trabajo de un scriptorium vinculado a Constantino VII. El mismo era considerado un pintor de renombre y uno de los pocos estudiosos bizantinos que era capaz de identificarse, él y sus escritos, con los autores de la Antigüedad.
La realización de todas estas obras fue posible por la existencia de un taller imperial. Muchos de los emperadores, como hemos visto, fueron personas de gran cultura y gustos refinados; y cuando faltó el interés del emperador -Basilio II-, la producción de las obras de arte estuvo asegurada por la existencia de una aristocracia brillante y humanista y por el empuje de su administración, un cuerpo de funcionarios acostumbrados a considerar el arte como adecuada expresión de la verdad religiosa y el prestigio imperial.
El arte de la época fue suntuoso y caro. Hasta los objetos más pequeños, las placas de marfil tallado, los esmaltes y relicarios, los vasos y cálices de metal, eran producidos en los talleres del palacio. Los particulares no podían costear las materias primas. Los manuscritos seguían copiándose e iluminándose en los monasterios, pero los mejores se hacían en el palacio, al igual que las telas más finas, destinadas a los cortinajes de las iglesias o las vestiduras de la corte. Se mantenían los mismos convencionalismos que en la decoración de las iglesias. Los santos que aparecen en los esmaltes de un relicario son copias en miniatura de los santos de una pared de mosaico. Recuérdese el famoso camafeo con la figura de Cristo que hoy se conserva en los Museos del Kremlin de Moscú.
En ocasiones, los temas representados en estos pequeños objetos podían ser de gran utilidad al difundir ampliamente algunas ideas en las que convenía hacer hincapié. Así ocurre con el tema de la coronación simbólica del emperador, que refleja el orden divino de su poder. El más antiguo ejemplo lo podemos contemplar en una miniatura del manuscrito -griego 510- de la Biblioteca Nacional de París, que representa la escena de la coronación de Basilio I por el arcángel Gabriel en presencia del profeta Elías; alcanza su madurez en un marfil de mediados del siglo X, hoy en el Museo de Bellas Artes de Moscú, que acoge a Constantino VII Mediador de Dios, autócrata rey de los romanos, vestido de ceremonial y a quien Cristo le coloca la corona.
Es precisamente la corona el símbolo sagrado por medio del cual se transmite el poder, y, por ende, será la coronación la expresión más clara del poderío del emperador. Por otro lado, el lazo con la ceremonia eclesiástica queda confirmado por la presencia, siempre, de la figura de Cristo, la Virgen, un santo o un ángel, a los que se atribuye el gesto que, en el rito, pertenece al Patriarca. Y el vestuario de gran ceremonia que lleva el emperador, parece hacer igualmente alusión a la pompa de la coronación, esto es la dalmática y el loros.
Podemos preguntarnos si la efigie del soberano corresponde a su verdadero rostro. De manera general puede indicarse que los artistas, en estos casos, se servían poco de características individuales suficientemente perfiladas. En realidad se deseaba que el soberano fuese menos reconocible por sus rasgos personales que por sus insignias, su actitud y gestos rituales. El artista ofrece, en consecuencia, una fórmula plástica adecuada a esta revisión solemne y abstracta, limitándose, para poder identificar una imagen imperial, a anotar sumariamente algún trazo distintivo de su fisonomía y a colocar a su lado el nombre del personaje.
El emperador no existe en cuanto tema de arte retratístico fuera de su rango o función social y será un verdadero basileus en cuanto sea capaz de proyectar sus trazos nobles y graves, la apostura majestuosa prescrita, el gesto consagrado, las vestiduras e insignias reglamentarias. Tenía, pues, un valor secundario, la descripción hecha por Teófanes Continuatus en su "Cronografía" del estudioso Constantino: "Constantino Porfirogéta era alto de estatura. Su piel era blanca lechosa: sus ojos eran azules y afables. Tenía una nariz aguileña, cara alargada, mejillas rojizas y un largo cuello. Cuando estaba de pie era tan derecho como un ciprés y sus espaldas eran muy anchas".
Después de la época macedónica, las imágenes de la coronación no faltan en el arte imperial. Valga como ejemplo la escena que acoge a Nicéforo Botaniates y la emperatriz María en una magnífica miniatura del año 1078, que nos la muestra casada por segunda vez y coronada al mismo tiempo que su segundo marido, sin que la iconografía haya sufrido ningún cambio respecto a su primer retrato del tríptico de Khokhoul. Dada la vinculación del tema con el arte eclesiástico, su éxito acompañará al de la implantación de la doctrina ortodoxa.